Sólo un día me concedió la suerte coincidir con el gran científico que nos ha dejado hace unas semanas.
Fue en unas jornadas universitarias. Los estudiantes llegábamos emocionados para ver en una conferencia al descubridor de aquella enfermedad que según cantaba Mecano “navega en el amor”, del que conocíamos más por una novela de Dominique Lapierre, que por el interés de los medios de comunicación de entonces.
Sonreía, le preguntábamos por la polémica con Robert Gallo por el descubrimiento, y hablaba de la necesidad de más profesionales investigando para mejorar la calidad de vida de las personas enfermas y de cuánto quedaba por saber.
Pedíamos información sobre avances, detalles y fármacos, y respondía con precisión para hablar enseguida de lo que le importaba: a muchas personas, sobre todo en África no les llegaba medicación, que en muchos casos no tenía el efecto esperado, que no era suficiente y había que encontrar otras soluciones…
Los estudiantes hablamos de enfermedades, el maestro de personas.
Algo más tarde, ojeando una revista en un stand de biología celular, se aproximó y me aparte inmediatamente para dejarle pasar. Sonrió dándome las gracias, y con un movimiento de la mano indicó que en el stand había sitio suficiente para ambos.
Hay gestos que no se olvidan y días que nos enseñan cómo pequeñas muestras de atención pueden acompañar toda una vida.
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